Hace calor, un río de sudor caliente se desliza pródigo entre mis muslos. Insisto, sentada en el escritorio frente a los papeles, en hacer mi trabajo, pero es tan imposible...
El sol me atormenta con sus rayos. El aparato de aire acondicionado, en su intento de boicotearme, desfalleció ayer y estamos en Agosto, no vendrán hasta el lunes a arreglarlo ¿Debo agradecer este retraso?
Lo insoportable de este calor no es ni siquiera que no me guste el verano, me encanta, ni que me moleste el sudor, no es que a altas temperaturas mi pensamiento se enlentezca y se interrumpa mi tarea, no es eso.
Es este sudor que baja como río y que ya no sé si es agua o ese líquido caliente que destilan los sexos afiebrados por el deseo. Mi sexo. Es que cada vez que este caudal extraño nace de mis ingles y recorre impasible mis muslos, la fantasía lo inunda todo. Todo lo anega el recuerdo. Como si el calor propagara la ignición de mis células, encendiera la chispa del deseo e hiciera nacer en la forja de Afrodita las imágenes más puras del erotismo.
Su aliento caliente sobre mi cuello, sus manos a 70 grados sobre mi piel, esa destilación brillante que exhalan los cuerpos sometidos a temperaturas extremas, su boca recorriendo sin piedad mi sexo, donde salivas y flujos y sudores hacían un solo caldo para su lengua inquieta.
El calor ensancha las paredes de los vasos, produce un éstasis de sangre, los setenta centígrados de la sauna hacían, por este mecanismo, que su sexo adquiriese un tamaño descomunal, como si toda la sangre de su cuerpo estuviera en ese remanso entre sus piernas, que, además, tenía la temperatura de un volcán. Cuando me penetró fue más placentero que otras veces.
Este efecto vasodilatador, exigía al corazón un rendimiento mayor, así, el latido, en el silencio de la estancia de madera, era casi ensordecedor, mezclado con gemidos silenciados por una palma suave y húmeda sobre los labios cálidos, como cuando se evita que un arma haga su feroz ruido asesino. No podíamos hacer con naturalidad los ruidos del amor, por temor a ser descubiertos.
La caída de la tensión arterial, aderezaba la escena con una sensación de estar flotando, ya por sí misma placentera y la hipotonía muscular: mi cuerpo, terso, se hacía a la vez blando y mi cabeza, coronada por rayos dorados, caía como los relojes de Dali desde el banco veteado. Su atlético cuerpo, en el paroxismo de la relajación, se entregaba, reblandecido, a los embates de mi boca libadora.
Era un espacio público, estábamos solos, pero en cualquier momento podíamos ser sorprendidos, eso aumentaba el deseo, como cuando la fruta prohibida se nos ofrece para fenecer en nuestros labios. La tensión de la posibilidad de ser descubiertos, hacía que el deseo avanzara a un ritmo mayor de lo normal, el calor lo aceleraba todo. Era una ebullición de sensaciones.
Con ese ritmo, el clímax llegaría mucho antes. Sus caderas se movían a una velocidad extrema, la humedad permitía que el deslizamiento fuera perfecto, yo respondía a sus embates con sacudidas casi tan fuertes como las suyas, difícil distinguir si era golpe o caricia por la vehemencia del movimiento. Así, basculamos pelvis contra pelvis casi diez minutos, sin dejar de apartar la mirada vigilante de la puerta. Sin detenernos mientras acercábamos nuestras bocas para fundirnos en un húmedo beso, que era casi como bebernos, porque todo era líquido.
Generalmente nuestros encuentros duraban horas, pero los dos sabíamos que la aceleración que el calor imprime al deseo, nos haría pronto ceder. Yo ya había tocado varias veces el cielo, cuando él derramó su semilla como una lava ardiente en mis entrañas. La aceleración de la respiración tenía doble causa ahora, la del goce sexual y la de la necesidad de eliminar ese exceso de fuego, de verterlo al aire, que se iba haciendo cada vez más irrespirable, porque seguramente, nos habíamos maravillosamente devorado todo el oxígeno disponible. Abandonamos el lugar, exhaustos, jadeantes, como quien huye de un incendio, en busca de un aire respirable. Y él me dio el último beso en la frente, con ternura, como si después del amor sin medida, la castidad le hubiera cautivado el alma y el sexo en su caída, hubiera dado paso al tierno amor.
Ahora cada vez que el calor hace correr el sudor entre los muslos, esa escena se instala en mí, y desata las más hondas pasiones.
Cuando dirigí la mirada hacia la máquina, encontré este escrito en la pantalla del ordenador, lejos de ensoñarlo, esta vez lo había escrito. La fantasía de la sauna ya no me perseguiría más. El cuerpo musculoso y brillante de mi Hércules, mi silueta dorada por el sol y bañada en minúsculas gotitas que no eran más que la destilación del licor del deseo, nuestras sonrisas de goce, nuestros líquidos orgánicos entremezclándose, la aceleración de la materia y la energía que provoca el calor, y sobre todo, la ignición de la mente que genera este Agosto y que hace nacer en la forja de Afrodita, las imágenes más puras del erotismo, habían quedado para siempre atrapados en la página.
Alejandra Menassa de Lucia