Diferentes caminos
entrelazados incitaban a seguirlos. Por
su serpenteo sobre la montaña los recordaba como suspendidos en el cielo,
colgados en risas que revoloteaban alegremente al compás del viento fresco y
otoñal que descendía de la cumbre, viajando intrépido entre los pinos. Se podía escuchar la soledad crujiendo las
hojas, la bruma que se recostaba en el tejado, y las luces asomándose por los
dos ventanales del primer piso, que interrumpiéndose por las sombras, dibujaban
en las cortinas su contorno, como en los espectaculares escenarios de
Hollywood, construidos de cartón.
Atravesé el jardín,
obviando como suelen hacer los enamorados, las advertencias de peligro. El alto césped se inclinaba a un lado y a
otro ante nuestros pies, delineando un terreno que visto desde el cielo
figuraba una senda horadada hacia algún sitio, donde soñábamos con que nos
esperara el amor. Un amor desafiante a
la distancia, inalcanzable para nuestros cuerpos.
A pesar de su deseo, a
él no le interesara propiamente llegar y esa sensación tanto me descomponía,
tanto me excitaba hasta paralizarme justo allí, en medio de esa noche que se
aproximaba para cegar lo que me quedaba del sentido de la vista. Me mostraba poseída por no sé qué arrebato
que me animaba a seguirle, ansiaba su ligereza, su fuerza de gacela siempre
esquivando la muerte, siempre provocándola, retándola en el punto, en el papel
blanco de su página atrapada en la máquina de escribir.
Eso era lo que me
arrebataba la bella indiferencia de las mujeres denominadas de sexo frío, poco
solicitadas para los deleites del placer sexual. La fantasía de su naturaleza algo perversa y
precavida me sorprendía con figuraciones insospechadas: mi cara entre sus
piernas, apoyando la nariz y la boca en su sexo, imposibilitándome respirar
solo hasta un leve jadeo que parecía salir de mis cachetes aplastados en sus
tersos testículos, restregándome arriba y abajo más bien como un animal que
como una mujer. Algo tan impúdico, como
mis inútiles esfuerzos por aplacar los ardores frenéticos que él, tímidamente,
calificaba como brutales cuando levitaba fantasmal hacia su sexo, que de
opulencia rivalizaba con el mejor ejemplar de secuoya de todo el trópico. Era un destino inevitable y ciertamente
incierto por mis pretensiones narcisistas de enamorada.
En realidad, tienen que
saber, nada presagiaba el contacto, ni los tiernos abrazos en ocasión de los
saludos, ni la fugacidad de las miradas intentando el desencuentro, ni el
caminar juntos, él con su paso firme, yo en ocasiones algo torpe y distraída
por la luz que irradiaba la fantasía de nuestros cuerpos acoplados. Había una lejanía, algo inalcanzable, y yo,
aún, una extraña con ambiciones demasiado familiares.
Aún así, la posada cerró
sus puertas, la luz era tenue, difusa, cambiante por la sombra de la luna que
asomaba en el lateral de una claraboya gigante sobre nuestras cabezas. El
carmín, la amatista y el turquesa retozaban tatuando nuestra tez, decidiendo el
gesto, proyectando una verdad a la sinrazón de ese momento increíble en el que
el mundo se detenía para contemplarnos: “¡desvergonzada!, ¡sexo caliente!”. Sin misericordia apoyé el cuerpo en sus
piernas que se mantenían aún cerradas.
Fui sutil, tan sutil que apenas él se percató de mis intenciones, pero
no pude disimular la gran expectación que me hacía aguardar, en una excitación
lánguida, tan apacible que desesperaba, a que abriera sus muslos para
engullirme entre las fauces de su animal salvaje. Quería rozar el calor de su sexo blando,
carnoso, protuberante, acogedor, dueño de los mejores y más reconocidos apetitos
de la isla que insatisfechos deliraban rumoreando: “tal vez sea virgen”, “o a
lo mejor homosexual, ya ves, el otro día le vieron saludándose con los
travestis de la Juanola”, comentaban las vecinas en su paseo diario por el
espolón atufado a olor de pescado.
En verdad todos nos
preguntábamos sobre su misterio, así que sin más preámbulos, recogí el velo y
me decidí a mirarla: era opulenta y a su vez inexplicablemente esbelta como un
girasol. Con sus ojos simulando cascadas por sus largas pestañas ondulantes
como las alas de un cisne a punto de revolver el viento y volar en el límite
que demarca, pero no llega a ser tierra ni firmamento. Ella denotaba el abandono hacia un limbo
entre el celo y la ilusión de sentir el placer a través del hombre, la seducción
por la certeza de su porvenir en la pantalla centelleante que nos observaba
exánime como cualquier espectador abstrato.
Por ella él me abrazó por detrás, paralelo a mis extremidades
entrecruzadas, a lo largo de mi vientre llegó a mis piernas apoyando sus brazos
en el monte de Venus, y aplastando mi pecho delicadamente, abrió mis piernas en el contorno interior de
las suyas, arrimando su boca para invitar casi sin palabras a probar sus
labios, que inervaban sin piedad, de un frío ardiente la segunda boca. Yo me
entregué a su mirada, este día todo no había hecho más que comenzar.
Cuadro: Eros y Psyche, de Bouguereau