martes, 31 de julio de 2012

TALLER DE LITERATURA Y POESÍA ERÓTICA 2012. "ABRE LAS PIERNAS, AMOR MIO” DE SUSANA LORENTE




  
Diferentes caminos entrelazados incitaban a seguirlos.  Por su serpenteo sobre la montaña los recordaba como suspendidos en el cielo, colgados en risas que revoloteaban alegremente al compás del viento fresco y otoñal que descendía de la cumbre, viajando intrépido entre los pinos.   Se podía escuchar la soledad crujiendo las hojas, la bruma que se recostaba en el tejado, y las luces asomándose por los dos ventanales del primer piso, que interrumpiéndose por las sombras, dibujaban en las cortinas su contorno, como en los espectaculares escenarios de Hollywood, construidos de cartón. 

Atravesé el jardín, obviando como suelen hacer los enamorados, las advertencias de peligro.  El alto césped se inclinaba a un lado y a otro ante nuestros pies, delineando un terreno que visto desde el cielo figuraba una senda horadada hacia algún sitio, donde soñábamos con que nos esperara el amor.  Un amor desafiante a la distancia, inalcanzable para nuestros cuerpos. 

A pesar de su deseo, a él no le interesara propiamente llegar y esa sensación tanto me descomponía, tanto me excitaba hasta paralizarme justo allí, en medio de esa noche que se aproximaba para cegar lo que me quedaba del sentido de la vista.  Me mostraba poseída por no sé qué arrebato que me animaba a seguirle, ansiaba su ligereza, su fuerza de gacela siempre esquivando la muerte, siempre provocándola, retándola en el punto, en el papel blanco de su página atrapada en la máquina de escribir.

Eso era lo que me arrebataba la bella indiferencia de las mujeres denominadas de sexo frío, poco solicitadas para los deleites del placer sexual.  La fantasía de su naturaleza algo perversa y precavida me sorprendía con figuraciones insospechadas: mi cara entre sus piernas, apoyando la nariz y la boca en su sexo, imposibilitándome respirar solo hasta un leve jadeo que parecía salir de mis cachetes aplastados en sus tersos testículos, restregándome arriba y abajo más bien como un animal que como una mujer.  Algo tan impúdico, como mis inútiles esfuerzos por aplacar los ardores frenéticos que él, tímidamente, calificaba como brutales cuando levitaba fantasmal hacia su sexo, que de opulencia rivalizaba con el mejor ejemplar de secuoya de todo el trópico.  Era un destino inevitable y ciertamente incierto por mis pretensiones narcisistas de enamorada. 

En realidad, tienen que saber, nada presagiaba el contacto, ni los tiernos abrazos en ocasión de los saludos, ni la fugacidad de las miradas intentando el desencuentro, ni el caminar juntos, él con su paso firme, yo en ocasiones algo torpe y distraída por la luz que irradiaba la fantasía de nuestros cuerpos acoplados.  Había una lejanía, algo inalcanzable, y yo, aún, una extraña con ambiciones demasiado familiares.

Aún así, la posada cerró sus puertas, la luz era tenue, difusa, cambiante por la sombra de la luna que asomaba en el lateral de una claraboya gigante sobre nuestras cabezas. El carmín, la amatista y el turquesa retozaban tatuando nuestra tez, decidiendo el gesto, proyectando una verdad a la sinrazón de ese momento increíble en el que el mundo se detenía para contemplarnos: “¡desvergonzada!, ¡sexo caliente!”.  Sin misericordia apoyé el cuerpo en sus piernas que se mantenían aún cerradas.  Fui sutil, tan sutil que apenas él se percató de mis intenciones, pero no pude disimular la gran expectación que me hacía aguardar, en una excitación lánguida, tan apacible que desesperaba, a que abriera sus muslos para engullirme entre las fauces de su animal salvaje.  Quería rozar el calor de su sexo blando, carnoso, protuberante, acogedor, dueño de los mejores y más reconocidos apetitos de la isla que insatisfechos deliraban rumoreando: “tal vez sea virgen”, “o a lo mejor homosexual, ya ves, el otro día le vieron saludándose con los travestis de la Juanola”, comentaban las vecinas en su paseo diario por el espolón atufado a olor de pescado.

En verdad todos nos preguntábamos sobre su misterio, así que sin más preámbulos, recogí el velo y me decidí a mirarla: era opulenta y a su vez inexplicablemente esbelta como un girasol. Con sus ojos simulando cascadas por sus largas pestañas ondulantes como las alas de un cisne a punto de revolver el viento y volar en el límite que demarca, pero no llega a ser tierra ni firmamento.  Ella denotaba el abandono hacia un limbo entre el celo y la ilusión de sentir el placer a través del hombre, la seducción por la certeza de su porvenir en la pantalla centelleante que nos observaba exánime como cualquier espectador abstrato.  Por ella él me abrazó por detrás, paralelo a mis extremidades entrecruzadas, a lo largo de mi vientre llegó a mis piernas apoyando sus brazos en el monte de Venus, y aplastando mi pecho delicadamente,  abrió mis piernas en el contorno interior de las suyas, arrimando su boca para invitar casi sin palabras a probar sus labios, que inervaban sin piedad, de un frío ardiente la segunda boca. Yo me entregué a su mirada, este día todo no había hecho más que comenzar. 

Cuadro: Eros y Psyche, de Bouguereau

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