Probablemente se trataba de la mujer más hermosa del mundo, la única que su lápiz pudo trazar sin rostro, sin ojos que lo persiguiesen. Era, sin duda, la suma de toda la belleza pródiga, fatua desvergüenza, prohibido delirio de su carnal voz.
Un día la trajo consigo, en su recuerdo, fruto de miles de encuentros entre su ella, y la de aquella mujer que tenía en sus anhelos, triste, desnuda y temblorosa. Su voz acariciaba un cuerpo incandescente, dormido entre los pétalos de una seda rasgada, tironeada antaño por mil amantes preocupados de su exactitud. Era el momento de demostrar que el sexo femenino acontece en los albores del poema. De gozar con su risa, con su encanto y esas nalgas famélicas que danzaban al vaivén de una partida perdida de antemano. Y es que la muerte, da a un sexo frágil fuera de su mirar, la tenebrosa entrada al laberinto que tanta pasión despierta en el reino de los sueños.
Dulce, su nombre, sabía a una lengua, hablada en todos los idiomas.
La amó desde la tierna infancia cuando, acuñados los términos, tantas lunas arrepentidas vieron sus pasos danzar al ritmo de goces infinitos. Fueron miles los ojos penetrados en sus senos, los deseos que acariciaban su cintura, recibiendo un no quejumbroso, pero seguro, en espera de un día en que la noche eclipsase su saber para serle infiel al amanecer.
Sonaban las 12 cuando ella entró en el lugar señalado. Múltiples sus movimientos, prietas sus carnes, libres bajo la gasa de luz que envolvía todas sus palabras. Frenéticos, sus senos se elevaban hasta el punto donde el sol clava sus ojos al olvido. Unas piernas desnudas, mostraban el camino a un encuentro deseado durante siglos de oscuridad y ahora, se abrían las compuertas al paraíso prohibido, en el que los sabios escriben con serpientes los últimos relatos del atardecer.
¿Llegué pronto?- Preguntó con la dulce y hábil insidia del que hierve la construcción histórica. -Andaba por la ciudad que irrumpió mi noche con tu nombre-.
Sufrí tanto la pérdida del amor que hincaba tu rastro…
Su olor se llenó de ojos. Dulce el calor de sus tobillos, acarició el nácar de su pieza, que inútilmente herida, comprendió mejor desfallecer cualquier otro ocaso. La luz inundó su tempestad. El vaivén de su corazón dejaba asfixiarse la última gota de razón que puso al servicio del trabajo. Ella, hembra salvaje, mordisqueó su corazón, herido hasta prender los limos de sus labios. Lo demás aconteció.
El vestido huyó de un escenario en el que se despilfarraban los sonidos guturales de la noche. Sus manos, fuertes armas creadoras, dieron forma a la musa descuidada de un alfarero perdido en las sombras de un cenegal de miel. Babeante su amor, sudorosas sus palabras, lúbrica y turgente la alcoba, extasiados sus besos, carnales sus sentidos.
Fue la locura de la piel en vuelo, fluir sobre cumbres esteparias. Soles alineados en torno a la túrbida e insólita partida final. La explosión estelar de polvo contenida, estallido de líneas suntuosas, nuevos coloridos inexistentes… el aullido de la noche redujo a mil los tiempos en que las palabras parecían un mosaico doloroso vertido, hábil combinación de estertores… cuerpos pegados, desmedidos, inmensos.
Los ojos se abrieron al amanecer. Sus ropas partieron en dos aquel destino fatal.
Virginia Valdominos
Un día la trajo consigo, en su recuerdo, fruto de miles de encuentros entre su ella, y la de aquella mujer que tenía en sus anhelos, triste, desnuda y temblorosa. Su voz acariciaba un cuerpo incandescente, dormido entre los pétalos de una seda rasgada, tironeada antaño por mil amantes preocupados de su exactitud. Era el momento de demostrar que el sexo femenino acontece en los albores del poema. De gozar con su risa, con su encanto y esas nalgas famélicas que danzaban al vaivén de una partida perdida de antemano. Y es que la muerte, da a un sexo frágil fuera de su mirar, la tenebrosa entrada al laberinto que tanta pasión despierta en el reino de los sueños.
Dulce, su nombre, sabía a una lengua, hablada en todos los idiomas.
La amó desde la tierna infancia cuando, acuñados los términos, tantas lunas arrepentidas vieron sus pasos danzar al ritmo de goces infinitos. Fueron miles los ojos penetrados en sus senos, los deseos que acariciaban su cintura, recibiendo un no quejumbroso, pero seguro, en espera de un día en que la noche eclipsase su saber para serle infiel al amanecer.
Sonaban las 12 cuando ella entró en el lugar señalado. Múltiples sus movimientos, prietas sus carnes, libres bajo la gasa de luz que envolvía todas sus palabras. Frenéticos, sus senos se elevaban hasta el punto donde el sol clava sus ojos al olvido. Unas piernas desnudas, mostraban el camino a un encuentro deseado durante siglos de oscuridad y ahora, se abrían las compuertas al paraíso prohibido, en el que los sabios escriben con serpientes los últimos relatos del atardecer.
¿Llegué pronto?- Preguntó con la dulce y hábil insidia del que hierve la construcción histórica. -Andaba por la ciudad que irrumpió mi noche con tu nombre-.
Sufrí tanto la pérdida del amor que hincaba tu rastro…
Su olor se llenó de ojos. Dulce el calor de sus tobillos, acarició el nácar de su pieza, que inútilmente herida, comprendió mejor desfallecer cualquier otro ocaso. La luz inundó su tempestad. El vaivén de su corazón dejaba asfixiarse la última gota de razón que puso al servicio del trabajo. Ella, hembra salvaje, mordisqueó su corazón, herido hasta prender los limos de sus labios. Lo demás aconteció.
El vestido huyó de un escenario en el que se despilfarraban los sonidos guturales de la noche. Sus manos, fuertes armas creadoras, dieron forma a la musa descuidada de un alfarero perdido en las sombras de un cenegal de miel. Babeante su amor, sudorosas sus palabras, lúbrica y turgente la alcoba, extasiados sus besos, carnales sus sentidos.
Fue la locura de la piel en vuelo, fluir sobre cumbres esteparias. Soles alineados en torno a la túrbida e insólita partida final. La explosión estelar de polvo contenida, estallido de líneas suntuosas, nuevos coloridos inexistentes… el aullido de la noche redujo a mil los tiempos en que las palabras parecían un mosaico doloroso vertido, hábil combinación de estertores… cuerpos pegados, desmedidos, inmensos.
Los ojos se abrieron al amanecer. Sus ropas partieron en dos aquel destino fatal.
Virginia Valdominos
4 comentarios:
Qué poético el relato. Y el cuadro le va perfecto, es una mujer sin rostro, sin ojos que persigan al observador.
Tú si que eres observador Kepa.
Gracias por el comentario
Saludos Alejandra y al Taller de astros en plenitud.
Gracias JuanJes. Un abrazo. Por cierto, si finalmente pudiste apoyar la candidatura de Menassa a Nobel, que creo que me dijiste que sí, me gustaría poner tu nombre en la lista de más de tresmil personas y cien instituciones que apoyan, pero no conzco tu nombre completo con los dos apellidos ¿serían tan amable, poner Hegel y Góngora me parece u poco excesivo, jeje. Muchos besos. No sabes la alegría que me da verte por aquí.
Alejandra
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