Cuadro: Eros y Psique.
Ella lo miraba a él, ella la miraba a ella, él observaba su botón desprendido hacia el contorno de su insinuante canal, en el que hacía tiempo anhelaba hundirse con locura. Sus dedos inquietos imaginando semejante placer, terminaron dentro de la copa derramada sobre el terso mantel de seda, y sin alcanzar a retenerlo, el hielo se deslizó hasta sus piernas en el rastro de agua gélida que corría entre el surco de sus muslos, bajo su falda, hacia su fresa convulsionante que inervaba de frenesí la piel protuberante y delicada. El escalofrío de sus miradas henchidas de deseo enredaba en su cuello una soga cortando el aire invisible e inexperto por un suspiro que accedía a la existencia, en un reducto donde la respiración recobraba el hálito de la vida en el cénit de la muerte. Con sus ojos entrecerrados, sonreían con pequeños mordisquitos sus labios, rodeados de aceitunas y plátanos grandes y maduros, y guindas rojas de sabor afrutado nativas de Asia, y un aroma a café, chocolate y vainilla que avanzaba intermitente con la brisa, buscando alguna curiosa nariz entre los transeúntes que suelen pasar deprisa y mirar de reojo los cafés abiertos al mediodía: cuando el sol borra toda sombra del pasado y se precisa la entrega para el que acepta lo inesperado. ¿Por qué irse?, se preguntó ella temerosa, y un mechón de pelo girando sobre su lengua en círculos hacía las delicias del pecado, chupando convulsivamente como un infante el contenido del pecho turgente de la madre. ¿A dónde ir? replanteó él, y abrazó vigorosamente con su mano secreta el muslo de la otra que sonrojada dejaba avanzar el calor atrapado en su goce eléctrico desde sus hermosos y finos pies, pasando por la concupiscencia de la oquedad lasciva entre sus glúteos casi perfectos, independientes, dueños de su ser abierto hasta la punta de su lengua retorcida que sin querer (decía ella), lubricaba la parte baja de su espalda, y en la que permitía que sus manos se introdujeran para apretar, estrujar y palmear con cierto aire de desdén y sadismo las protuberancias carnosas y definidas de su culo. Ella era capaz de hacer blandir el universo sin dejarla de mirar, era la fuente del frescor de la lluvia, el vapor atravesado por un rayo de sol, el murmullo opaco de las voces en el café, la irregularidad vagabunda en la que queda atrapado todo el goce. Él, vigoroso y voraz como Saturno, abría y libaba los sueños libidinosos en los que practicaba con maestría el arte sombrío del enterrador de dedos de miel vúlvica, untados en los dos bellos Edenes. Deleitada con toda esa arrogancia y el delirio que controlaba descontrolada la moral de su impudicia, se dejó caer hasta el estremecimiento de la corriente mortal, derrumbándose sobre la mesa, despeinada, con los ojos brillantes de placer.
Susana Lorente.
1 comentario:
Qué bueno! Está erótico de verdad eh
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