LA TINAJA
Efrén junior había estudiado Ciencias Naturales y Antropología en Massachusetts. Su madre era americana, y así lo había dispuesto, aunque hace años que había decidido afincarse en España, y allí conoció a Efrén senior. Se enamoraron perdidamente el uno del otro, y se casaron al día siguiente de conocerse. Ustedes pensarán que ese matrimonio estaba abocado al fracaso, pero no fue así, los dos siguen juntos y todo lo felices que se puede. Efrén nació exactamente a los nueve meses de la boda, contaba ahora con 27 años recién cumplidos y aún conservaba su castidad intacta.
Comenzó a trabajar como vigilante del museo de Ciencias Naturales en Mayo del 2012, justo al acabar la carrera. Sus padres, ambos universitarios y con brillantes expedientes académicos y trabajos de alto reconocimiento social, se opusieron de pleno. Su hijo merecía algo mejor. Efrén, que se enfrentaba así por primera vez a la autoridad paterna les dijo que su decisión era irrevocable, que quería conocer el museo desde abajo, ocupar cada uno de los puestos en progresión, y que un día sería el director del Museo. Lo miraron con cierto escepticismo, pero ante la certeza abrumadora con que Efrén exponía sus pretensiones, recordaron que sus rostros reflejaban la misma incredulidad que la de sus respectivos padres cuando les comunicaron que se casaban después de un día escaso de estrecha convivencia, y como a ellos no les había salido tan mal, decidieron dejar a Efrén seguir adelante con su decisión. No les quedaba otra.
El Museo contaba con un pequeño laboratorio para realizar investigaciones básicas, en el que Efrén se pasaba muchas horas una vez concluido su trabajo como vigilante del museo, ya que así se lo habían concedido, dado su curriculum.
Por aquél laboratorio, empezó a pasar una becaria, estudiante de Antropología, que realizaba un estudio sobre el Pleistoceno inferior y allí analizaba, entre otras cosas, la antigüedad de las piezas encontradas en yacimientos diversos con carbono catorce. Se llamaba Matilde, tenía los ojos claros, color de mar abierto, el pelo ligeramente pelirrojo y unos labios como rosas encarnadas. Su piel blanca deslumbraba a los fotógrafos y era dulce y delicada. Su presencia en el laboratorio pasaba casi inadvertida. Era silenciosa y tenaz. Trabajaba sin descanso horas y horas, sin pedir nunca nada, sin molestar a nadie. Había durante el día más becarios en aquel laboratorio, hacían un ruido descomunal y conversaban entre ellos amigablemente sin parar.
Efrén se sentía algo molesto con tanto ruido y tanto alboroto, pero lo que le producía realmente un impacto indescriptible era el silencio de Matilde, su presencia silenciosa. Cuando Matilde entraba en el laboratorio, Efrén comenzaba a temblar como el agua violentada por la piedra arrojada sobre ella al descuido por un niño travieso. La destreza de sus manos hábiles dejaba paso a una torpe indecisión, que conllevaba que cada mes le descontaran de su sueldo el valor de un buen puñado de pipetas, tubos de ensayo y placas de Petri rotas en mil pedazos, para celebrar, como con fuegos de artificio, la llegada silenciosa de Matilde.
Matilde, en su timidez extrema, también le había echado ya el ojo a Efrén, motivo por el cual, no despegaba jamás las pupilas de su microscopio, y no se atrevía a mover a derecha o izquierda su cabeza, no fueran a dar sus ojos con los de Efrén y él encontrara en su mirada la llama ardiente de su deseo.
Una noche, se habían quedado solos en el laboratorio, Efrén debía cerrar éste a las diez en punto y salir a hacer su ronda, para comprobar que ningún ladrón desalmado robara algunas de las valiosas piezas de oro de los incas o las esmeraldas colombianas con las que se adornaban algunas deidades, entre otros tesoros del museo.
Se levantó de su asiento y con voz temblorosa se dirigió por primera vez en seis largos meses a Matilde, que lo miraba desde sus ojos de dieciocho primaveras con una mirada entre asustada y enamorada. Matilde, discúlpame, dijo, debo cerrar el laboratorio. Mañana podrás continuar tu tarea ¡Qué hacendosa eres! todos tus compañeros se han marchado hace horas, y tú aún estás aquí trabajando.
Ella se sorprendió de que él conociera su nombre. No sabía que tú conocías mi nombre, dijo, yo no sé aún el tuyo.
Disculpa, mi nombre es Efrén. - Hermoso nombre, dijo la joven, aún más enamorada si cabe que hace cinco minutos. Que él supiera su nombre sin habérselo ella comunicado, era una señal inequívoca de que algún interés por ella existía.
Bueno, sé el nombre de todos los becarios, replicó él. Y ella un poco iba a decepcionarse, cuando vio que mientras él lo decía, se habían encendido dos discos rojos en su cara y el sudor rodaba frente abajo.
Tengo que salir a hacer mi ronda, dijo Efrén. Y ella, no lo pensó ni un segundo, porque si lo hubiera pensado es seguro que no habría pronunciado aquellas palabras ¿Puedo acompañarte?
El corazón de Efrén adquirió una velocidad desconocida para él, ese temblor del agua violentada por la piedra se había transformado en maremoto.
Dijo un torpe: si, quiero. Digo, si, claro, y otra vez el rubor ascendió a sus mejillas. Y ahí, se detuvo un instante en aquél lapsus. He dicho: Si, quiero; pensó, como si estuviera respondiendo a la pregunta ¿quiere usted a esta mujer por esposa? Acabo de comprender algo. Todos estos años de celibato eran porque temía tener que casarme con la primera mujer de la que me enamorara, como les pasó a papá y a mamá. Pues se acabó este rollo, me case o no, es lo de menos, voy a echarme mi primer polvo con esta impresionante mujer, caiga quien caiga. De repente, la timidez de Efrén había desaparecido. La cogió de la mano y le dijo: ven, vamos. En ese momento llegó Marian, la bedel encargada de cerrar el laboratorio y guardar la llave. Era una mujer de unos 35 años, morena, de rasgos amerindios y un cuerpo escultural. Saludó a Efrén y se quedó mirando con cara de pícara, alternativamente, a la bella jovencita y a Efrén.
Matilde también estaba un poco más suelta, respondiendo a la espontaneidad de ellos, y devolvió aquella mirada de Marian con otra fulminante mirada lasciva.
Los tres estaban pensando lo mismo, pero fue Efrén el que pudo pronunciarlo, aunque sólo a medias. ¿Esta noche? ¿Los tres juntos?, quizás… Y volvió a perderse en fantasías y pensamientos, donde después de haber conservado la castidad 27 años, la perdía con dos mujeres hermosas, una de ellas virginal, blanda y delicada y la otra fuerte y salvaje, y seguramente con una amplia experiencia en el campo. Pero, a ver, pensó Efrén, el laboratorio debía ser cerrado, porque si no a las 22.15, saltaba la alarma programada. En el recorrido de la ronda, las cámaras de videovigilancia observaban cual testigos chismosos todos los movimientos de la sala, ¿dónde, dónde disfrutar las delicias del himeneo sin ser vistos? Tenía que ser aquella noche. Efrén aguzó su ingenio y se le ocurrió una graciosa triquiñuela. Iremos hasta aquella reproducción de una escena primitiva, donde una gran tinaja de cerca de metro ochenta de alto y un metro de diámetro, hace de decorado. Primero saldrás tu, Matilde, las cámaras se redirigen con el movimiento, cuando la cámara te esté siguiendo, entrará en la vasija Marian, después, yo te sustituiré para engañar al ojo que todo lo ve, mientras entras tú en la vasija, y finalmente, yo me introduciré en la vasija diciendo: voy a echar un vistazo por si esta vasija necesita una limpieza, y así no levantaré las sospechas del vigilante al otro lado de la cámara.
Marian estaba ya dentro de la tinaja, cuando llegó Matilde, la recibió expectante. Mientras la ayudaba a bajar, le tocó imperceptiblemente el suave trasero y dejó deslizar los dedos de su mano derecha por la entrepierna, aún cubierta por el pantalón. Matilde estaba muy sorprendida de si misma, no entendía donde había quedado su timidez de antaño, había perdido la vergüenza en el instante en que Efrén pronunció la frase ¿Esta noche? ¿Los tres…? Las fantasías que se habían disparado en su cabeza, ustedes deben saber que las mujeres tímidas fantasean mucho más perversamente que las más descaradas, habían humedecido su sexo, se acercó a Marian y la besó en los labios, con delicadeza, comenzaron a desnudarse una a la otra, escucharon la frase que abría las puertas de sésamo: Voy a ver si esta tinaja necesita una limpieza, y detrás de la frase cayó Efrén, tropezándose con su intenso deseo recién descubierto, precipitándose entre las dos mujeres, de manera que interrumpió su beso: ¡Eh, déjenme algo para mí, protestó Efren, algo celoso, pero también muy excitado y contento de que las mujeres con las que iba a perder la virginidad, se desearan entre ellas, además de desearlo a él.A partir de ahí, todo fue goce desenfrenado.
La tinaja estaba fresca y desprendía un olor cerámico muy agradable, como de
tierra mojada por la lluvia, era una temperatura ideal que resguardaba a los tres
amantes del sofocante calor de aquel verano del 2012, que jamás olvidarían
ninguno de los tres. Efrén estaba muy sorprendido de que su sexo, que siempre
le había rehusado su colaboración cuando la consumación se olía cercana, estaba
erguido, tenso, hinchado y duro como una roca, casi le dolía. Lo que allí pasó
después es un secreto a cuatro, la tinaja tendría, seguramente, aunque no
hablara, mucho que decir. Un avezado antropólogo habría encontrado en ella
muchos restos de la época actual: semen, restos de piel, cabellos, flujos
femeninos, sudor. En fin, todas las huellas que el amor
nunca deja en los cuerpos, quedan, ocultas para el ojo inocente, sobre las
cosas.
Alejandra Menassa de Lucia.
Cuadro: Concierto campestre. Giorgini
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